miércoles, 8 de febrero de 2017




Edgar Aguilar

Entrevista con
 Paula
Carbonell




Licenciada en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, Paula Carbonell (Valencia, España, 1970) es ante todo narradora de historias y escritora de libros infantiles. Miembro de la Asociación de Narradores Profesionales en España, ha publicado El viaje de las mariposas (2006), Buscando el Norte (2008), Un perro y un gato (2011), Gallito Pelón (2013), Un día en el mar (2014) y El dragón (que no era verde) (2015). Recientemente visitó nuestro país para participar en diversos festivales de cuentacuentos y presentar su más reciente libro, El más rápido (Lóguez Ediciones, 2016).


¿Qué características debe reunir un buen narrador o contador de cuentos?
Creo que principalmente debe tener buenas historias en su bolsillo. Partimos de allí, debe haber una buena historia, una buena búsqueda, tanto de la tradición como adaptación de cuentos literarios. Luego tiene que haber una buena escucha. En la narración es fundamental el público. Por eso es necesario poder ver al público, mirarlo, estar atento; incluso normalmente los espectáculos de narración son mucho más versátiles: hay que ser capaces de mirar, de contar y de escuchar al público y lo que necesite, así como de cambiar en un momento determinado la historia a otra, porque ves que son mucho más pequeños de lo que tú habías pensado, o mayores, y tienes que ser capaz de adaptarte.

Aunque tu trabajo está más orientado al público infantil.
­Sí, porque en España prácticamente todo lo que se programa, o la mayor parte de lo que se programa, son funciones infantiles.

Inicialmente te desempeñaste como promotora de lectura, y posteriormente pasaste a contar cuentos. ¿Cómo fue este proceso?
Yo hice máter de promoción de la lectura y la literatura en la Universidad de Castilla-La Mancha; era el primer máster en España que había sobre literatura infantil y juvenil, y en el proceso tuve la oportunidad de participar en un taller en la biblioteca de Cuenca, trabajando la promoción lectora, y de manera natural se pasa a contar cuentos, empiezas con los más pequeños, pero luego ves que los mayores también están ávidos de historias, y continúas. Y bueno, me preparé, estuve en distintos talleres, también de teatro, de clown, y es encontrar tu manera de narrar. Creo que un buen narrador es el que encuentra su propio estilo. En el teatro vas mucho más encorsetado, hay un director; en narración eres tú, cuentas desde ti, desde quien tú eres, si no seguramente estás haciendo un personaje y estás falseando. ¿Cuándo suceden los cuentos, las ganas de contar? Seguramente desde que el hombre tiene el uso de la palabra, lo que pasa es que ahora como que se ha profesionalizado.

Imagino que en lo que haces hay mucho de improvisación, entendiendo el término con el significado que le damos en teatro.
No es una cuestión de improvisación, que también la hay, quiero decir, tú juegas con las cosas que suceden con el público, pero eso no es improvisar. Lo que ocurre es que tú estás escuchando, estás viendo a un niño que está llorando, que está desesperado porque está buscando a su mamá, a lo mejor lo coges y lo estás metiendo en el cuento porque tienes a otras 60 personas que no puedes dejar de atender, entonces coges al niño y dices “y estaba buscando a su mamá”, entonces la mamá te saca el braza y te dice “aquí”, entonces tú vas, se lo das, pero no dejas de contar la historia.

Además de narradora de cuentos, escribes libros para público infantil. ¿Encuentras una relación entre escribir y contar?                
Creo que son dos actividades diferentes. No cabe duda que la palabra escrita suele ser la memoria de la palabra dicha. Pero creo que son dos registros muy diferentes, que tienen recursos muy distintos, quiero decir, uno puede ser un maravilloso escritor y un narrador espantoso. En la narración estás al servicio de un público que te escucha, en la escritura seguramente vas a dejar que interpreten mucho más, tú ya no vas a estar en el proceso en el que el lector lee.

¿Qué tan importantes son las imágenes cuando narras a un público?
Yo cuento con imágenes porque cuando cuento mis libros, las historias de mis libros, no quiero renunciar a las ilustraciones. Se trata de buscar un formato que me permita contarlo con las imágenes. No voy pasando las páginas del álbum, sino que adapto algunas de las ilustraciones del libro para que me sirva a mi manera de contar. Normalmente cambio la estructura, puedo variar el orden, seguramente reducir mucho más de lo que hay en el libro; no voy a poder mostrar todas las ilustraciones, voy a hacer una selección, pero estoy adaptando a mi discurso narrativo las imágenes, no al revés. Para cada caso trato de buscar un formato que se adapte específicamente a ese cuento. Es esencial que para contar no te estorbe nada; si algo estorba en el contar y andas muy enredado y te distrae mejor descártalo. Y eso te lo da normalmente el ensayo, la práctica o el propio contar.

En tu caso, ¿es más fácil valerse de animales a la hora de escribir historias para niños?
Bueno, fíjate una cosa. En El más rápido hay un guepardo que no está en el texto. Yo nunca me imaginé un guepardo en ese cuento. Fue la ilustradora quien hizo esa aportación, que es maravillosa, pero no fui yo. En El viaje de las mariposas aparecían insectos. Ese cuento en realidad era un homenaje a un cuento que me contaban de niña, que después he hecho una versión, que es Gallito Pelón, y El viaje de las mariposas no deja de ser lo mismo, un acumulativo en que se va encontrado amigos por el camino, un poco mi manera de entender la vida. En el Gallito Pelón me gustaba la metáfora de que se lo va comiendo todo; todo lo que nos “tragamos” en esta vida al final nos sirve de una manera, incluso lo malo. Lo bueno y lo malo siempre te va a servir después. Y sí, es verdad, con animales es más fácil a veces. &  


(Fotografías tomadas del sitio web de Paula Carbonell: https://paulacarbonell.com)                

martes, 7 de febrero de 2017








Gabriela Hernández


 Aproximación a

 Mario Heredia



 Si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así  cuando  Carlota dejó de ser, la mitad  de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.
                                                    W. Faulkner


Me acerco a la obra de Mario Heredia y pienso en la afirmación de  Kundera: “Todos los novelistas escriben, probablemente, una especie de tema (la primera novela) con variaciones”, a propósito de la levedad, característica que está presente en muchos de los libros del autor checo. Debe existir una excepción a tal afirmación, pero mientras la encuentro, releo las novelas y cuentos de Mario y sé que encajan perfectamente en ella.
   “No se puede vivir sin regresar” le dice el Contra a Picado en Memoria de mis huesos, no se puede escribir sin recordar, porque como bien apunta Mauricio Molina: “La palabra es la memoria del vacío, así como la pintura, memoria de la oscuridad y la música, memoria del silencio”. Los recuerdos son la materia prima de la obra de Mario, con ellos se llenan roperos, paredes, manteles, desiertos; los recuerdos, huesos propios y de los demás, tangibles, verdadera experiencia física, que no puede separarse de la carne porque si no simplemente deja de ser. Los recuerdos son vida que escapa de las manos, que duele cada vez que es escrita: “el dolor no se piensa, (dice Flavio, protagonista de Estas celdas que soy) quizá se recuerda”. Una perversa fascinación lleva a los personajes de Mario Heredia a los terrenos de la memoria, a ellos no les importa volver a experimentar el miedo, se vuelven fetichistas del recuerdo, el objeto venerado  puede ser  una fotografía o la pluma de un animal como en los cuentos de Un bosque muerto: “a los muertos no se les puede borrar tan fácilmente de nuestra vida; no solo son memoria son tantas cosas.” dice el narrador del primer relato. De manera semejante experimenta Arthur, El éxtasis violeta de Arthur Cravan, su transformación. La inmersión le suministra recuerdos, “el olvido y la paz después de agonizar en la pequeña muerte”, “la sombra pugilista” se manifiesta de diversas maneras: en la violencia del morado, en el ring flotante, en el jab disfrazado de caricia, pero también en la vehemencia de los recuerdos, de los colores de esos recuerdos: el gris tormenta, el rojo de una camisa, los pechos glaucos, el azul de los ojos, del océano, del lienzo. Los recuerdos se transforman: ahora son instante. La nostalgia se vuelve un demonio irresistible, se le conjura a pesar del terror, a pesar de que después de ese conjuro solo quede un “bosque fallecido”. ¿Por qué? porque trae la salvación, la recuperación, aunque sea tarde, de la verdad. La gran protagonista de La otra cara del tiempo es esta foto, y en ella, de la misma forma que en la tacita de té de Proust caben “la casa gris, la plaza, las calles, el pueblo entero desde la hora matinal hasta la vespertina, sus buenas gentes y sus viviendas chiquitas”, es decir, el pasado y su infinita nostalgia.
   Es por esta razón que los escenarios de estas novelas y cuentos son trágicos: un desierto, una cárcel, un mar como cárcel, o una habitación “parca, vacía” como donde está el obispo que recibe la noticia de la muerte de Sor Juana, en el cuento Preludio de un funeral. No pueden no ser trágicos porque el dolor es doblemente dolor cuando se le trae de vuelta, cuando se le invoca; y aun así, Flavio, Jesús, el obispo o Carlos, Silvestre, optan por la memoria, aunque ello signifique una tarea tan difícil como arrancarla de las paredes de una cárcel o desenterrarla de arenas calientes, no importa vale la pena porque es lo único que los puede salvar, es lo único que salva al escritor que reconstruye la vida de Caravaggio en esa biblioteca que se asemeja más a una cárcel, en el cuento En una playa de Messina.
   La memoria es vida que se creía perdida, tiempo recobrado. Por eso cuando se  le recupera toma la forma de “olas que llegan a la playa”, de “tesoros oxidados” de “libélulas tornasoladas” o simplemente de un fémur, “el fémur de un hijo”. La búsqueda de la memoria en las novelas y cuentos de Mario Heredia es un proceso lacerante, se da de manera violenta, llega cuando el carcelero propina los golpes, cuando las manos se embarran de podredumbre, cuando la puerta de la celda se abre y entra la luz apuñalando la tiniebla, encegueciendo al preso. 
   Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio, traza las líneas generales de lo que debe tener la literatura del futuro: levedad, velocidad, multiplicidad, exactitud, visibilidad. Me detendré en esta última. Para Calvino, la capacidad para construir imágenes es una de las cualidades centrales del acto literario, porque hay en ellas un poder de seducción, de encantamiento central para el acto de lectura. Y me detengo en esta característica justamente porque es la que permea estas novelas y cuentos. En ellos dos planos conviven espontáneamente el plano de lo alegórico y el plano de lo real. Tomemos como ejemplo en primer lugar uno de los cuentos: Un desierto naranja. En él, dos personajes instalados en una habitación sostienen un diálogo intrascendente. De pronto un cable oscuro atravesado  en una pared los lleva a un escenario de película, la estación del tren, el tufo de los negros, el calor del Serengueti, un cazador inglés, una tienda de campaña y luego un león, la ficción surgida de la pared supera la realidad, se la devora. En otro de los cuentos Violoncello, una orquesta ejecuta la cuarta sinfonía de Mahler, Lulú, la protagonista y uno de sus miembros, ve salir de su instrumento, primero una araña, luego una hilera, luego un río de bichos. El poder de evocación de la música de Mahler que “siempre había salvado a la violencellista de la soledad, de la gordura, de la pobreza”, ahora la lleva a otro plano: el de la alucinación. Nuevamente la ficción supera la realidad.
   En Memoria de mis huesos, la primera novela de Mario, Jesús el protagonista se encuentra en un desierto, entre montañas de osarios humanos. En ese rompecabezas caótico, Jesús busca los huesos de los suyos, reconstruye sus vidas al mismo tiempo que la propia mientras espera que manadas de elefantes escarben la tierra, la remuevan para poder enterrar en ella los huesos de sus muertos. El plano de lo real cuenta la historia de el Contra, un hombre “casado con la mar” que vuelve cada seis meses a Orizaba a ver a su familia. Un plano intermedio entre estos dos, nos lleva  a casa de Isaura, que espera a que su marido, El Contra, vuelva. Mientras eso sucede, Isaura borda un mantel, lo llena de flores, de elefantes, de recuerdos, y ella ni cuenta se da de que sus hijos crecen, hacen sus vidas, se mueren, el tiempo se detiene en ese mantel, para ella la vida está allí, la memoria de los suyos, Isaura borda sus vidas, igual que Jesús las busca en los osarios del desierto. La imagen del desierto se transforma a lo largo de la novela en un oasis de recuerdos, una memoria colectiva, universal que Jesús busca y revive para salvarse, para trascender. Es el plano de la alegoría el que conduce al lector a una reflexión más profunda sobre la tesis de la novela: no se puede vivir sin regresar.
 En Estas celdas que soy, Flavio, el protagonista se encuentra en una prisión. Allí recuerda su vida en Córdoba, y al igual que Dios multiplica los panes,  Flavio extrae vidas de esas paredes inhóspitas, (y de nuevo la imagen de la pared como hoja en blanco), las inventa y luego las vive, “hay que inventar para seguir vivo” dice Flavio, alter ego del escritor. Y luego confunde las vidas inventadas con la suya como también lo hace el personaje que es biógrafo de c en el cuento En una playa de Messina. En esa cárcel, Flavio se aferra a sus recuerdos y a sus creaciones, a sus personajes que le traen luz.  También en esta novela el recurso de la alegoría conduce al lector a la reflexión central: la de que el hombre lleva una cárcel en sí mismo, pero lleva también la liberación: su memoria, sus recuerdos.   “La fantasía es un lugar en el que llueve”, constata Calvino. ¿De dónde llueven las imágenes en la fantasía de Mario Heredia, me pregunto yo? De la pintura, de la música, de la vida, de la memoria. La propia y la de otros, me llama la atención el parentesco de las imágenes que pueblan esta ficción: un desierto, una prisión, una habitación despojada, el cuarto de un hospital, y el colmo de los colmos: la cama de una mujer, todos lugares vacíos, absurdos.  Debemos tener fe en las historias que cuentan estas imágenes, o será al revés: en las imágenes que revelan estas historias. No importa, lo que importa es el recurso al servicio de una idea: sin memoria no hay vida, no hay literatura, en el caso de las novelas. En el de los cuentos, el poder de la imagen es lo que suscita en el lector la idea de que la  ficción se come a la realidad; cito a Calvino nuevamente: “La escritura será lo que guíe el relato en la dirección en la cual la expresión verbal fluya más felizmente, y la imaginación visual no tiene más remedio que seguirla”
    La otra cara del tiempo tiene otra llave: William Faulkner. Christmas es hijo de su Christmas. Aunque el Christmas de nuestra novela se revela como buen hijo, por cierto, contra ese nombre y no entiende su porqué, si el otro era negro, asesino y con un destino trágico; finalmente resulta ser un digno hijo, pues, el Christmas de Faulkner tampoco sabe nada de su padre, su parentesco con este Christmas es en línea directa y es la orfandad de ese padre desconocido, es también la certeza de la soledad en la calle, el camino blanco al que se enfrenta nuestro Christmas en sus ataques de epilepsia, la certeza de su  destino. El otro personaje, el escritor sin nombre, tiene siempre a su lado la novela Desciende Moisés. La tan mentada foto de Eustaquio está resguardada entre sus páginas, ya que le sirve como separador. Desciende Moisés es su propio libro de la sabiduría en el que encuentra las respuestas esenciales para su existencia. El escritor debe conservar la inocencia ante el ritual de la escritura, al igual que el viejo Ike, con tantos años encima, la conservaba como cuando mató al primer venado.    El    escritor   acecha    la   imagen   de Eustaquio como un cazador, sigue “su olor, su silueta, como Ike al oso.” A Eustaquio y a Ike los une la inocencia, pero uno no es el otro. Eustaquio es el ideal, el mito que permanece siempre joven. Más que una influencia de La otra cara del tiempo, William Faulkner se convierte en un entrañable compañero de viaje con el que se dialoga, al que se le piden prestados sus utensilios, y sobre todo con el que se comparte el placer de la travesía.
    He leído buena parte de su obra: compleja en el manejo del tiempo, cargada de imágenes poderosas, sonidos y voces polifónicas, de un humor que duele, de un dolor que esculpe personajes que no se olvidan aunque pasen los años. Las machincuepas de Silvestre y su pierna biónica promete desde el título, ser una especie nueva dentro de la obra de Mario. Después de leerlo y reírme, de seguir los giros en la vida de Silvestre, haciendo las pausas necesarias para asimilar el vacío (explícito y entre líneas) con el que Mario ha tejido esta historia, he llegado a la conclusión de que si esta novela fuera un animal, sería precisamente un camaleón. Parece, a primera vista, un animal hecho para la venganza, pero poco a poco cambia sus colores y revela algo más. Lo mismo sucede con La Santa imagen de Lucía Méndez, última novela que ha publicado Mario Heredia, donde va a revelarnos las mismas obsesiones ahora con un sentido del humor que sorprende. No darle demasiada importancia a la vida. Un cambio interesante en su narrativa que no por eso deja de tener esa profundidad, ese doloroso camino en que transitan sus personajes y que desde su primera novela nos ha conmovido. Sin perder su estilo, Mario Heredia pone a jugar ahora a sus personajes con gran desparpajo y sin miedo a lo que el lector pueda pensar. Una cierta ironía, quizá una falta de vergüenza que debemos agradecerle. No sé qué vendrá después, pero sé que seguiré sorprendiéndome.
   No cabe duda, la visibilidad imprime a las novelas y cuentos de Mario Heredia el sello de literatura futura, o en palabras de Calvino que ya resuenan extrañas en nuestro siglo XXI “del próximo milenio”.&


miércoles, 1 de febrero de 2017












CARLOS ROBERTO MORÁN:   

Patricia Severín 
EL DOLOR
DE
VIVIR

Definen a la helada negra como “el terror de los agricultores porque no hay cultivo que la sobreviva”, incluyendo a los más resistentes. En estas circunstancias, se añade, no hay formación de escarcha por lo que el frío lento y persistente ataca directamente a las estructuras internas.
Lo concreto, que apunta a lo simbólico, se hace aún más específico, y terrible, cuando la información precisa que “a nivel celular aparecen cristalitos en forma de cuchillos que desgarran la maquinaria interna de las células y las membranas internas se desecan a causa del mismo proceso de congelación”.
Resultado: la necrosis de los tejidos dañados que se ennegrecen de golpe como consecuencia de la podredumbre y si los daños afectan a partes vitales, como el tronco y las hojas, la planta muere.
De estos daños, profundos, íntimos, irreversibles, de la “helada (el hada) negra” que no hace milagros salvíficos en la vida, nos habla la decena de cuentos bien macerados de Patricia Severín*, quien a mi juicio encuentra su mejor voz cuando incursiona en el género.
La selección de este libro compacto, que exige lectura atenta, se abre con un cuento cuyo título, “El hombre que más amó a mi hermana”, puede llamar a un engaño del que lector saldrá de inmediato puesto que se trata de un relato en el que el amor y la muerte se encuentran profundamente entrelazados. 
La habilidad narrativa de Severín presenta acá sus momentos más logrados, en un cuento plagado de saltos cronológicos, de fuerte contenido autobiográfico que, amén de ser una elegía por una pérdida muy próxima, es también una reflexión sobre la complejidad del amor.
En estos relatos en general los amores no suelen ser correspondidos. En ellos lo femenino se impone, aunque no en sus versiones edulcoradas o de romanticismo trasnochado, sino que hablan de la vida “vista” desde lo profundo de la mujer. Esto no es juicio de valor, desde ya, sino que Severín cuenta con sus emociones a flor de piel, y aunque invente situaciones y personajes, aún los masculinos, es la mujer la que se instala en estas páginas. Y se expresa con toda su singularidad.
“Helada negra”, el relato que da título al libro y con el que cierra el volumen, es donde más esa mujer se manifiesta, donde estalla, como si se tratara de un grito último, agónico, diciendo su íntima verdad. Imposible hablar de su contenido, aunque sí puede aludirse a la relación única y definitiva de una madre con su hijo recién nacido.
Así como el amor es el que “informa” al primer cuento, las emociones, los afectos correspondidos o no, hablan de distinta forma en otros cuentos, como en “Mano izquierda”, en el que un accidente circunstancial que sufre un hombre que hacha leña, esconde en realidad determinados infiernos personales. Que es lo que también ocurre en “Corazón de erizo”, en el que una gran familia, el dinero y la soledad profunda se esconden detrás de una constante hipocresía.

La naturaleza, los detalles.
Dos de los cuentos de este libro merecerían un análisis minucioso que una reseña no lo permite, puesto que debería incursionar y exponer todos sus secretos. Me refiero a las ya citados “El hombre que más amó a mi hermana” y “Corazón de erizo”, en los que las descripciones minuciosas y la fuerte presencia de la naturaleza –también pintada de manera minuciosa- se vuelven coprotagonistas de las historias centrales.
Notable la habilidad de Severín para fragmentar las historias, jugar con el presente y el pasado y, particularmente, aportar esos detalles mínimos, no nimios, que Nabokov le reclamaba a la mejor literatura.
Qué fuerza tienen en estos cuentos la descripción de flores, de árboles, de ropas, de determinados ambientes, que van constituyéndose la materia viva, decisiva, de los relatos, que tanto refuerzan las situaciones-límite que viven las dos protagonistas, ambas marcadas por la tragedia.
Tragedia: he aquí otra palabra decisiva en estos textos de la autora. Tragedia de la hermana, tragedia de la prima, tragedia de la mujer engañada, tragedia de esa otra mujer que busca sus ancestros en Italia (y el misterio que encierra el pasado de su abuelo), tragedia de quien corta leña, tragedia de la mujer que en la soledad más profunda (más íntima) describe una historia amorosa en tiempos de la computadora (los tiempos pasan, las costumbres mutan, pero las emociones y el dolor son permanentes, persistentes). La pequeña/grande tragedia de la familia que espera la llegada del hombre a la luna. O la tragedia de la mujer con su hijo recién nacido durante un viaje bajo la trágica helada negra.
Tragedia, al fin, del hombre que más amó a su hermana, obsesionado, obsesivo, incontenible, incapaz de aceptar la realidad (y, de paso, excelente decisión de Severín al hacerlo portador de algo inefable, tremendo, que escapa a cualquier definición, porque eso es un universo que está vedado descifrar).
Breve pero contundente libro, a mi entender el más sólido de sus títulos, estos textos de Severín merecen la lectura y la promoción, ser difundidos, conocidos dentro y fuera de nuestras “fronteras” regionales. Por supuesto, se trata de una casi una mera expresión de deseos dado que vivimos en un territorio llamado Argentina, tan centralista, tan ignorante de lo que ocurre en la totalidad del país. Tan injustamente ciego.
“Ella levantaba las manos y sus brazos se desplegaban como banderas claras delante de los limpiatubos, que estallaban en rojo sobre el fondo de los plátanos. Yo quería disimular mi soledad ese atardecer, cuando el sol se ponía tenso y naranja entre los árboles del parque, buscando cualquier cosa, un pretexto en la cartera, diciéndome mil veces para qué viniste, para qué te pusiste el vestido de falda transparente que molesta (o yo pensaba que traslucía y molestaba tanto). Traté de colocarme de costado y alejarme de los grupos para que mis piernas no se vieran cuando la luz daba sobre la falda. Me protegía en la penumbra, haciendo como si buscara algo, o corría a observar detenidamente la flor del limpiatubos, alargada como una boquilla gruesa o un cepillo tupido y cilíndrico, de esos que se usan en los bares para limpiar el fondo de los vasos. ¿Por qué se llamaría así? ¿Y no rosa ígnea o carmesí de flecha o dedos de fuego? Ese arbusto me estaba poniendo poeta y eso era malo. Siempre que me ponía poeta algo incontrolable sucedía, como si al abrirse los poros del corazón se derramase por esos ínfimos agujeros toda la sangre”.

Datos para una biografía
Patricia Severín nació en Rafaela, Santa Fe, y luego de residir en Reconquista se radicó en la ciudad de Santa Fe. Ha publicado la novela Salir de cacería, los libros de cuentos Las líneas de la mano y Sólo de amor, así como los poemarios La loca de ausenciaAmor en mano y cien hombres volando (con Graciela Geller y Adriana Díaz Costra), Poemas con bichosLibros de las certezasEl universo de la mentira y Abuela y la niña. Sus textos han aparecido en diversas antologías, nacionales e internacionales. Ha recibido los premios  Fondo Nacional de las Artes, Municipalidad de Buenos Aires y Faja de Honor de la Sade Santa Fe. Junto con Alicia Barberis y Graciela Prieto Rey dirige en Santa Fe la Editorial Palabrava.



* Helada negra, Ediciones Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2016


REVISTA Cultura de VeracruZ 143

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